Por fin ha acabado la jornada laboral. Hoy ha sido especialmente difícil y farragosa, y estoy deseando llegar a casa, dar un paseo con mi mascota, ducharme con agua tibia mientras escucho canciones, y leer ese libro que tanto tiempo lleva sobre la mesita de noche.
Subo al coche, y comienzo a poner esas melodías que tanto me gustan, cuando de repente suena el teléfono: es mi madre. Necesita que la ayude con algún menester que, según ella, únicamente será «un ratito» y es súper importante.
Con un suspiro de resignación, acepto hacerle el favor mientras cuelgo la llamada. Arranco el coche pensando en cómo organizaré todo para poder seguir dando el paseo y hacer todo lo demás que tenía planeado.
Llego a casa de mis padres y me dispongo a realizar el favor. Termino bastante rápido, pero mi madre quiere hablar conmigo, contarme todo su día, darme consejos que no he pedido y que medie en alguna discusión con mi padre. Por supuesto, no es un ratito. Cuando me marcho es muy tarde, voy pensando en las tareas pendientes y piso el acelerador.
Con las prisas me salto un stop, recibo una pitada y eso me genera rabia. Llego a mi casa, no hay aparcamiento y tardo un buen rato en aparcar lejos. Estoy enfadado y muy, muy cansado.
Al abrir la puerta, veo que mi perrito se ha orinado en la cocina porque se pasó su hora. Él me recibe con alegría, pero yo le grito. Lo saco a pasear rápido y mal, ceno algo que me hincha, me ducho pensando en mañana y me acuesto más ansioso de lo que me levanté. En la mesita de noche, el libro sigue acumulando polvo.
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ToggleLa trampa de la «semana perfecta»
Si cambiamos un par de detalles, creo sinceramente que la mayoría de personas que estáis leyendo esto podríais sentir lo mismo que nuestro protagonista. Añadamos a esta historia un par de días con más responsabilidades y favores, y tendremos una semana perfectamente realista en la vida de cualquiera.
Aparentemente no hay una gran disfuncionalidad familiar, ni dramas extremos. Sin embargo, visto desde fuera, la solución parece fácil: «No cojas el teléfono» o «Dile a tu madre que no puedes». Así tendrías tu tarde libre.
Pero entonces surge el pensamiento: «No me he ocupado de mi madre, y eso me hace sentir mal».
La barrera invisible del autocuidado: La Culpa
¿Qué significa sentirse «mal» en este caso? Aquí entramos en el mundo de las emociones.
Cuando se habla de autocuidado, a menudo olvidamos la mayor barrera que nos impide cuidarnos: la culpa. La culpa no es una emoción negativa por sí misma, pero genera sensaciones desagradables de las que queremos huir. El problema es que la culpa se transforma en un pensamiento muy concreto:
«Soy una persona egoísta».
Este cóctel nos hace actuar más hacia los demás que hacia nuestra propia persona.
El origen: ¿Por qué nos sentimos así?
Los sentimientos no nacen en el vacío. Desde nuestra más tierna infancia se nos enseña, a través de convenciones sociales, que los demás valen más que yo. Se nos enseña a agradar al resto aunque nos sintamos mal. Y esto es especialmente cierto cuando hablamos de la socialización de las mujeres.
El ejemplo del parque
Imaginad un martes por la tarde. Estamos en el parque con nuestra hija, que lleva su juguete favorito. Una niña desconocida quiere jugar con ese juguete. Nuestra hija no quiere compartirlo porque no confía en ella (aunque no sabe verbalizarlo). Empieza el conflicto: llantos y gritos.
¿Qué solemos hacer los adultos? Intervenimos y le decimos a nuestra hija que comparta el juguete para evitar el conflicto.
En este sencillo ejemplo estamos invalidando la emoción de desconfianza de nuestra hija. Le estamos enseñando que lo que quiere una desconocida vale más que lo que ella quiere. Estamos plantando el germen para que, años más tarde, sea como el chico de la historia del principio: una persona incapaz de conjugar su vida con la de los demás por culpa.
3 Herramientas para recuperar tu Autocuidado
Ya tenemos el diagnóstico: mucha socialización, un poco de culpa y pensamientos invalidantes. Ahora, ¿cómo lo solucionamos?
Lo más importante es entender que el autocuidado debe ser físico (comer, dormir) y psicológico-emocional.
1. Háblate bien (Diálogo interno)
El autocuidado psicológico es el más íntimo. Para aplicarlo es imprescindible hablarse bien a uno mismo. Párate a pensar cómo te hablas a veces: si alguien externo te hablara así, probablemente habría violencia. La primera herramienta es sencilla: date cuenta de cuando seas hostil contigo mismo y trata de cambiar ese pensamiento por uno más amable.
2. Micro-momentos de placer (Estilo de vida)
Olvídate de la mentalidad de «Rocky Balboa» de cambiar tu vida de golpe. Haz un análisis realista. Si tienes un trabajo sedentario o muy demandante, busca pequeños huecos.
- Ejemplo: Cuando dejes a los niños en el colegio, busca 10-15 minutos para escuchar música, un podcast o simplemente respirar. Empieza por abajo.
3. Aprender a decir NO y poner límites
Saber dónde están nuestros límites personales es vital. Volvamos al chico del principio. Ante la llamada de su madre, no solo existen las opciones de «aceptar y sufrir» o «rechazar y sentir culpa».
Existe la tercera opción (la asertiva):
«Mamá, no te puedo hacer el favor porque tengo muchas cosas que hacer ahora, pero mañana sí podría. Si te apetece hablar puedo llamarte en un ratito, ¿qué te parece?»
De esta forma, tienes en cuenta a la otra persona, pero te priorizas a ti mismo.
Conclusión: El Autocuidado es Responsabilidad Emocional
El autocuidado no va de dejar de lado a todo el mundo y centrarme únicamente en mí (egoísmo). Va de ser una persona emocionalmente responsable: saber qué me piden, si puedo darlo y si quiero darlo.
Se trata de tener empatía real, entendiendo que no podemos vivir sin nosotros mismos. Recuerda esto: la persona más importante de tu vida no es tu pareja, ni tus padres, ni tus amigos, ni siquiera tus hijos. La persona más importante de tu vida eres tú.
Quiérete, priorízate y háblate bien. Pon límites y respeta a los demás. El resto vendrá solo.

